(o cómo se rompió el discurso cultural del Ayuntamiento)
Manuela Carmena quería convertir Madrid en la ciudad de los abrazos. Ha descubierto muy pronto que Madrid es en realidad la ciudad de las coces, de las patadas donde más duelen. La idea de los abrazos a mí no me gustaba nada, en primer lugar por la cursilería, y en segundo porque no soy una persona especialmente cariñosa y odio que me abracen si no hay un interés sexual de por medio. La “crisis de los titiriteros” nos ha confrontado con nuestra naturaleza más profunda: somos la capital del esperpento y la mala leche. Madrid es canalla, y sólo puedes quererlo si le coges gusto a su tacto rasposo y al aroma grasiento de los bocatas de calamares. Cuando yo era niño nos odiaban en toda España, a los madrileños, por la chulería. Han sido necesarias cuatro décadas de campañas institucionales, de Tierno a Gallardón, para que nos convenzamos de que Madrid es una ciudad acogedora, amable, casa común de todos, donde los pajaritos se posan en las manos de los viandantes y los camareros te sirven el café con una sonrisa y una canción. Pero en el Madrid que yo conozco las palomas son unas mutantes drogadictas y los camareros te responden al buenos días con un “lo serán para usted”.
En la “crisis de los titiriteros” — sólo escribir el nombre es una ducha de agua fría para los que creíamos que esto tiene arreglo — ha habido tres víctimas: los dos autores, que no pagan por un delito, inexistente, sino por una forma de hacer política en la que andan embarrados todos los partidos, y nosotros, los ciudadanos, víctima colectiva, que nos hemos visto obligados a escoger entre ser o muy malos o muy tontos, o ambas cosas a la vez. Lo siento sinceramente por los dos primeros, que son daños colaterales en sórdidas luchas de poder. Y los victimarios, los culpables, son todos los implicados en este juego de los disparates.
Las guerras culturales, expresión que ha saltado enseguida a la palestra, consisten en eso: “se obliga a los sujetos no sólo a actuar, sino a imaginar su acción dentro de una estructura fantasizada. Dicha estructura, cuyo soporte son los contextos institucionales de todo tipo, puede obligarnos a ocupar la posición normativa, (…), la posición “alternativa” sancionada institucionalmente (…) o incluso instancias opositoras." [1] Esta forma de hacer política, y que nos guste o no está implícita en la noción de “casta” propugnada por Pablo Iglesias, no plantea un debate racional sobre los asuntos que realmente tienen importancia (corrupción, sanidad, educación, derechos sociales, contaminación, política fiscal, movilidad), sino que exige adhesiones a identidades simplificadas; ahí está lo cultural. Este marco ideológico, esta estructura fantasizada, permite fusionar multitud de cuestiones trascedentes e intrascendentes en una narrativa coherente y sencilla. Si defiendes a los titiriteros eres abortista, etarra, lesbiano y tienes piojos. ¿Quién quiere ser todo eso? Preferimos abandonar una libertad tan básica como es la de expresión antes que vernos reflejados en semejante espejo. Así entre nos, a mí me han “presionado” bastantes veces por lo que escribo y ocupo un lugar privilegiado en las listas negras del Ayuntamiento y la Comunidad, sin que importe mucho quien gobierne. Quiero decir que el desprecio a los derechos recogidos en la Constitución no me sorprende, porque eso por desgracia es la norma. Es su transformación en espectáculo mediático, o en guerra cultural, lo que marca un antes y un después.
Yo no tengo mucho que aportar al meollo de este asunto. Deseo, como casi todo las personas que conozco, que sean absueltos los dos titiriteros, César Strawberry, las hermanas del Santo Coño de Sevilla, Abel Azcona y todos los que vengan detrás. Además deberían ser indemnizados, porque en algunos casos se ha infligido un daño que exige reparación. Pero me siento un poco como las Miss Universo cuando desean la paz mundial. Dicho esto, lo que me interesa es analizar el conflicto que se ha detonado en el proyecto cultural de Carmena. Porque lo que ha ocurrido en primer término es que el discurso del Ayuntamiento de Madrid sobre la cultura se ha roto. Se ha quebrado desde dentro sin ninguna posibilidad de que pueda ser reconstruido. Esto es complicado y puede tener resultados demoledores para el tejido creativo de la ciudad, que a duras penas ha sobrevivido a los 25 años de gobiernos del Partido Popular.
¿Qué es lo que se ha roto? La política cultural del Ayuntamiento se basaba en dos premisas erróneas: que hay algo como una cultural popular y que se puede convocar a toda la sociedad a un mismo diálogo. Perdidas estas bases, o acometen una reformulación profunda de sus planteamientos, o se enrocan en la ficción y van excluyendo a los sectores de la sociedad que no encajan en su esquema hasta quedarse aislados. Me temo que la segunda opción es mucho más posible, porque el problema de una parte substancial de la izquierda es que tiene un discurso tan compacto y coherente que a veces se ve obligada a prescindir de la experiencia, de la práctica, porque la vida está llena de contradicciones. El discurso acaba por convertirse en una zona de confort donde uno escapa del sinsentido de nuestra existencia. ¿Serán capaces de abandonar de su zona de confort?
Pero antes de nada voy a fundamentar las afirmaciones anteriores:
El término cultura popular invoca una categoría política inexistente: el pueblo. Una comunidad basada en rasgos identitarios compartidos, como la lengua, la nación, la religión… Su reducción a una difusa clase trabajadora es aún más irreal. Hace tiempo que el pensamiento más avanzado de la izquierda ha desechado esta categoría proveniente del Estado nacional burgués, que necesitaba ofrecer sensación de pertenencia a su fuerza laboral. Los grandes teóricos que han inspirado a la llamada nueva izquierda (Negri, Hardt, Lazzarato…) hablan de la necesidad de crear un nuevo sujeto político que no se base en una subjetividad colectiva unificada, sino en una colección de singularidades. Nuestro mundo es el de la multitud, una categoría acorde con la fragmentación cultural y laboral de las sociedades actuales. Con la movilidad y el desarraigo. Para mí es extraña la insistencia en una cultura popular, cuando deberíamos estar hablando de las culturas de la multitud. Muchas culturas, con frecuencia en conflicto, que dan lugar a públicos y contrapúblicos también múltiples. En conclusión, las que pretenden implementar son políticas que se dirigen a un público imaginario, el pueblo de Madrid, y que en consecuencia excluyen a una infinidad de contrapúblicos que sí existen y actúan. Lo que ocurre en esta situación es que se ven compelidos a construir la cultura popular y su público unificado a partir de retazos de categorías políticas agonizantes. Hasta ahora lo que hemos visto son gestos, una escenificación de la cultura. “Estas instituciones que buscan, cada vez más, satisfacer a las masas, están en un error cuando olvidan que se les ha encomendado que ofrezcan espacio para una cultura pública, en toda su complejidad discursiva, y en lugar de ello pretenden representar cultura para el público". [2]
(Aviso al margen: uno de los fantasmas que se perfilan en estas brumas es el del casticismo, que se presta mejor que cualquier otra figura para rellenar el vacío de manera aconflictiva.)
El primer error, confundir la sociedad actual con los viejos pueblos nacionales europeos, o peor, con una abstracción del proletariado del siglo XIX, les lleva de manera automática al segundo: convocar a la sociedad en su conjunto para debates abiertos, como si todos hablásemos el mismo idioma. No es así, la lengua de la multitud es la de Babel. Estamos condenados a no entendernos. Incluso en los cenáculos de Ahora Madrid y Podemos se habla una neolengua de florida retórica que uno debe dominar si quiere hacerse respetar en las asambleas. Pero la suposición de que exista una unidad esencial de todos los madrileños les ha llevado a desarrollar un modelo de participación asambleísta que está fracasando de manera sistemática. La sociedad se organiza por un lado (pongo por ejemplo nuestra Plataforma por el Fondo para las Artes de Madrid), y ellos convocan por otro en foros a los que no queremos asistir, porque se nos exige la renuncia previa a nuestro lenguaje, a nuestras razones y a nuestros saberes. La cuestión es muy sencilla: ¿debo renunciar a mis 25 años de experiencia, a los miles de páginas de literatura especializada que he leído, y escrito, a las lenguas extrajeras que he aprendido, a mi conocimiento del juego sucio en las instituciones etc., para participar en un debate desarticulado sobre la cultura con ciudadanos especializados en otros campos, o en ninguno? Pues no quiero, porque aunque la cultura sea cosa de todos, como la educación, la sanidad, el urbanismo, etc., para el desarrollo de las respectivas políticas hacen falta foros especializados. Es tarea de los representantes electos el articular estos foros especializados con el resto de la sociedad y gestionar el conflicto.
No me voy a extender mucho. Tengo varias páginas de notas vinculadas a este texto, pero creo que debo centrarme en lo esencial. Y lo esencial es si queremos que en Madrid haya — entre otras — una cultura independiente, experimental, transgresora, que pueda establecer redes con los espacios y organizaciones del mismo tipo que abundan en el resto de Europa y del mundo, y contribuir en la medida de sus posibilidades a que la ciudad que habitamos nos ofrezca las experiencias y conocimientos nuevos que necesitamos para aprender, para crecer como personas, para construir nuestra visión y nuestro lugar en el mundo. Lo esencial es si queremos una ciudad de grandes desafíos intelectuales, o si vamos a quedarnos con la de charanga y pandereta que nos han legado los anteriores gobiernos municipales.
Pues bien, si lo que queremos es un Madrid revolucionado y revolucionario, lo público, lo institucional, tiene que empezar a disolverse en lo civil, en el tejido cultural. La idea de producir cultura desde las instituciones pertenece, como la cultura popular, a la época de la Ilustración. Hace ya 25 años que empezó a circular la noción de rizoma. Y el rizoma está, actúa, crece bajo la tierra y emerge por donde puede. Si la política cultural del Ayuntamiento sigue basada en en gestos como los que hemos visto, enfocada al desarrollo de propuestas propias y a la provisión de contenidos para los mega-contenedores de Gallardón, chocará con la sociedad, con ese tejido creativo de Madrid que ha demostrado ser resistente (o resilente) como las malas hierbas de la meseta. Para los gobiernos del Partido Popular este choque es un objetivo, porque en su ideario la cultura emana de baluartes institucionales que controlan desde sus sillones. Así garantizan un uso patrimonial y propagandístico. El tejido creativo ha sido y es tratado como un enemigo por parte de las administraciones públicas gobernadas por ellos. Pero para Ahora Madrid, para la izquierda en general, debería estar claro que la cultura es un espacio de conflicto donde la sociedad tiene toda la iniciativa. La sociedad civil, no el gobierno y sus instituciones.
Estimada Manuela Carmena: las guerras culturales han llegado para quedarse. Luchemos y ganémoslas, pero no en el campo del enemigo, sino en el nuestro. Porque a esta ciudad hay que darle la vuelta como a un calcetín, y una gran mayoría de madrileños, votantes o no de Ahora Madrid, queremos y trabajamos por el cambio.
[1] Yúdice, George
El recurso de la cultura
Gedisa, Barcelona 2002
Pág 69
[2] Those institutions that increasingly seek to crow-please are at fault when they forget the fact that they are tasked with providing a space for public culture, in all its discursive complexity, and instead seek to represent “culture to the public”.
Drabble, Barnaby. On De-Organisation. En Self-Organized. Hebert, Stine y Szefer Karlsen, Anne eds. Open Editions/Hordaland Art Center. London 2013. Pág 20.