Una de las grandes enseñanzas que ha nos ha dejado el 15M es la necesidad de construir nuevos espacios para las prácticas políticas, sociales y culturales. Espacios que podemos llamar públicos si queremos, pero cuyo adjetivo en realidad no es tan importante. La emergencia de nuevas formas de hacer política se refieren sobre todo a esto, a que los espacios de representación tradicionales, como el parlamento, han perdido su legitimidad y la sociedad busca nuevos cauces para hacer política. Necesitamos por tanto construir otro tipo de espacios.
Boaventura de Sousa Santos compara el antiguo espacio público con un teatro donde se escenificaban unas reivindicaciones que estaban siempre dirigidas a otros espacios. Pero ahora,
“El espacio público del movimiento de los indignados hoy es el espacio en sí mismo, el propio espacio es el valor, es la cuestión de la arena política.” (1) Este concepto es fundamental porque vincula la emergencia de una nueva forma de hacer política a la construcción de otros espacios (públicos) urbanos.
No es que no haya habido antes protestas y acampadas en la calle, ésta es una constante desde que la industrialización convirtió las ciudades en parte del aparato de producción capitalista. Recordemos, sin ir muy lejos, los seis meses que los trabajadores de Sintel pasaron en el paseo de La Castellana en 2001. Es que el 15M y ocupaciones como las de las plazas de Síntagma y Tahir nos han presentado por primera vez a unos nuevos actores políticos no formales, para los que la ideología en el sentido tradicional está muy desdibujada, y con ellos una relación distinta con la ciudad, porque ésta ya no es entendida o sentida como una parte secundaria del aparato de producción, un agregado necesario y no siempre deseado por las clases dirigentes — la utopía de la “casa de campo” surge como respuesta a la aceleración de los procesos de urbanización en el siglo XIX — sino su centro, una pieza esencial en la cadena de producción de valor. En los países que llamamos desarrollados, y no sólo, la gentrificación tiene ya tanta relevancia para el pensamiento político como la explotación. La exclusión (espacial) es para muchos pensadores el fenómeno social más característico del siglo XXI, como lo fue la pobreza en la etapa preindustrial y la explotación en los siglos XIX y XX.
Y no es Sousa Santos el único que lo plantea. Desde Henri Lefevbre hasta Stavrides, pasando por David Harvey o Manuel Castells, hay una larga serie de autores que han analizado la
espacialización de la política.
Para Edward Soja:
Por lo menos hasta el siglo pasado, el tiempo y la historia han ocupado una posición privilegiada en la conciencia práctica y teórica del marxismo occidental y de la ciencia social crítica. La comprensión de cómo se hace la historia ha sido la principal fuente de conocimiento emancipador y de concienciación para la práctica política, el gran contenedor de variables para una interpretación crítica de la vida y práctica sociales. Hoy, sin embargo, puede ser el espacio antes que el tiempo lo que oculta consecuencias para nosotros; el “hacer geografía”, antes que el “hacer historia”, es lo que nos ofrece un universo táctico y teórico más revelador.
Para
Stavrides, que escribió este texto tras las protestas que tuvieron lugar a partir de 2010 en Atenas:
Es importante sin embargo pensar el espacio no como un contenedor de la sociedad, sino como un elemento formativo de las prácticas sociales. Imaginar un futuro diferente significa, por tanto, intentar experimentar y conceptualizar espacialidades que pueden ayudar a crear relaciones sociales diferentes (…) Si la emancipación es un proceso, debe generar transformaciones dinámicas [del espacio] y no simplemente instituir áreas delimitadas de libertad. Las características espaciales, antes que los espacios concretos, son las que posiblemente pueden constituir el objetivo de este tipo de exploración (…) La idea del umbral emerge como un concepto que captura las dinámicas espaciales de la emancipación. Como se verá, las áreas de umbral marcan cambios, indican comparaciones, regulan y dan sentido al acto de cruzar como un acto que produce cambios. (…) En la creación y uso social de los umbrales emerge una potencial espacialidad de emancipación. (3)
Posiblemente la formalización de los movimientos sociales tipo 15M acabe abortando esa nueva política, al trasladarla a espacios ya cooptados como los parlamentos o los ayuntamientos, en vez de “inventar” otra espacialidad. Pero no voy a tener la osadía de pretender analizar una cuestión tan compleja desde estas líneas. Seguramente académicos mejor preparados que yo en el campo de la política estén haciendo ya este análisis. Además en estos procesos lo nuevo se suma a lo instituido, no lo substituye de golpe.
En lo que nos interesa, que es fundamentar las políticas culturales en su relación con el espacio público, lo primero que comprendemos es que éste es el tema. No es un tema importante, esencial, como la introducción de la perspectiva de género, las estrategias de inclusión social o una renovación pedagógica; es la cuestión central de la que van a depender todos los demás. Tanto que deberíamos identificar políticas culturales con políticas del espacio (público) urbano. Implementar políticas culturales es crear espacios, es desarrollar nuevas espacialidades para la cultura. La irrelevancia y la falta de contenido de los proyectos del Partido Popular en Madrid (Matadero, CentroCentro, CA2M…) se entiende muy bien desde esta perspectiva.
Tampoco es extraño que haya un número muy significativo de artistas que trabajan sobre el espacio urbano, la llamada imaginación geográfica o problemas concretos relativos a la desigualdad territorial y la gentrificación: de la gran tradición fotográfica sobre la ciudad a los modelos de trabajo colaborativo de Raumlabor o Park Fiction; de las viejas derivas situacionistas a las ocupaciones festivas de Reclaim the Street; de las investigaciones del Center for Land Use Interpretation al Museo de los Desplazados de Left Hand Rotation; de las intervenciones de RepoHistory en Nueva York a las cartografías colectivas de Rogelio López Cueca; de las arquitecturas expandidas de Santiago Cirugeda, Todo por la Praxis o Makea Tu Vida a las distintas modalidades de graffiti y stencil político.
Las aproximaciones son muchas y muy distintas entre sí, porque los fenómenos urbanos que estamos experimentando no son reductibles ni a un solo lenguaje ni a una batería de premisas preestablecida.
Pero las políticas culturales que se implementen para la ciudad de Madrid no sólo deben apoyar la creación artística sobre lo urbano, sino que deben asimilar esa complicada ecuación que las identifica con las políticas del espacio público. Dicho de otra manera — cito aquí a
Liliana López Borbón —
“hay una puesta en cuestión de las políticas culturales cuando se comprenden sólo como una dinámica normativa de intervención pública en los diversos circuitos culturales, que tienden a ser organizados por actores institucionalizados - públicos, privados o de la sociedad civil - y que sus arreglos fundamentales, organizados por intereses, valores y visiones de mundo, han reproducido prácticas sociales y políticas que en la actualidad se encuentran en una profunda crisis.” (4)
Menos aún podemos entender una política cultural del espacio público como la mera organización de eventos o exposiciones en la calle, porque la calle no es necesariamente un espacio público. Sabemos que el acceso a determinadas zonas de Madrid está filtrado no sólo por los precios o la presión social, sino por policías de paisano que detienen a viandantes de acuerdo con criterios raciales. Esta simplificación de la noción de espacio público, o de cultura en el espacio público, está en la base de la espectacularización de los centros urbanos, tal como la hemos vivido en la era Gallardón: Centenario de la Gran Vía, Premios MTV en la Puerta de Alcalá, exposiciones de portadas de Vogue en la calle Serrano, esculturas infames en el Retiro…
Estamos por tanto ante una cuestión compleja sobre la que no cabe pontificar, pero que tampoco se puede eludir. Podemos poner todos los adjetivos que queramos tras la palabra cultura, pero si no tenemos una comprensión profunda del significado y conflictos del espacio urbano, si no encontramos fórmulas para dar respuesta a estas nuevas formas de exclusión espacial, no habremos avanzado un solo paso.
Por supuesto los partidos políticos no tienen en su agenda ningún tipo de debate sobre lo que es, no es o pueda llegar a ser el espacio público. Quizás lo consideran una cuestión demasiado técnica, o quizás ignoran completamente su transcendencia. La directrices se establecen por tanto sin haber reflexionado sobre su objeto. Pronto, cuando se publiquen los programas, veremos un cúmulo de buenas intenciones sobre el arte en los espacios públicos, de las que se habrá excluido lo que debería ser primero: un debate sobre la verdadera naturaleza de este espacio. El resultado, como siempre, será que la creación crítica acabará siendo substituida por la festiva y los procesos genuinamente inclusivos por una vaga pedagogía ilustrada. Todo ello bajo el inestimable “ethos” del buen rollito. Es paradójico que las instituciones culturales, los museos, pueden ser consideradas espacios públicos pese a que en realidad funcionan como lo que Stavrides llama “enclaves urbanos”, lugares donde la ley es parcialmente suspendida y se gobiernan mediante protocolos administrativos que en realidad constituyen un régimen de “excepción” (5).
Remitiéndonos a las posiciones críticas de
Manuel Delgado (6), la materialización del espacio público como categoría política en un espacio público entendido como lugar tiene una intencionalidad ideológica, que se origina en las transformaciones de la ciudad – terciarización, gentrificación, tematización – bajo el modo productivo del capitalismo postfordista. Sin embargo la retórica de este espacio público, que Delgado describe como un espacio de visibilidad generalizada y que es tan cara a los administradores de todo signo, no cuestiona las deficiencias de la esfera pública burguesa de la que es descendiente. Antes bien, contribuye a ocultarlas, ofreciendo un “algo” común – espacio, ocio, convivencia, cultura – que no admite su correlato del conflicto: la desigualdad, la exclusión, la falta de acceso a bienes y servicios, etc. Se va produciendo así un acercamiento entre las nociones de ciudadano y consumidor o usuario. Como en el fútbol, en la celebración de y en el espacio público la sociedad vive la ilusión momentánea de la abolición de las clases y las diferencias, de la anulación de sus contradicciones.
Hace dos semanas hablaba de un modelo que tuviese “una estructura dispersa, guerrillera, heterogénea en sus posicionamientos y contenidos. El museo diseminado en la ciudad.” Ahora voy a ir más allá: el museo sólo puede sobrevivir disolviéndose en la ciudad. El tipo de experiencia que el museo nos propone se debe trasladar a los espacios donde en verdad se está produciendo o destruyendo subjetividad. Donde tienen lugar los conflictos y donde es necesario regenerar imaginarios colectivos: la calle, el bar, el mercado, el transporte público, la escuela… Pero sobre todo en espacios que aún están por inventar. El museo debe producir - debe ser - el espacio donde la diferencia no desemboque en soluciones violentas, sean éstas delictivas o represivas. La política cultural del cambio será aquella que en vez de rellenar los mismos circuitos con contenidos adjetivados (transversal, horizontal, participativo, igualitario, inclusivo…), sea capaz de experimentar espacialidades alternativas para y a través del arte.
¿Cómo? No tengo la respuesta. Llevo casi 30 años trabajando fuera de las instituciones, experimentando con espacios y en el espacio urbano, y no he llegado a una respuesta universalmente válida. Posiblemente no la hay, y eso es bueno porque los universalismos son excluyentes. Además el que sea un terreno confuso y sin referencias que nos guíen, lo que nos indica es que es por allí por donde hay que abrir camino si queremos descubrir algo nuevo. Pero introducir cambios en la pesada mentalidad institucional no es fácil. Las élites culturales están formadas mayoritariamente por personas, salvo muy pocas y honrosas excepciones, cuyo quehacer está íntimamente vinculado a espacios seguros, “enclaves” en la terminología de Stavrides: la universidad y el museo. La imposibilidad de pensar un “más allá” por parte de estas élites tiene tanto de defensa consciente de su espacio privilegiado, como de una castración mental que les impide reconocer realidades ajenas a las categorías que fundamentan la legitimidad de sus saberes. Esto tiene consecuencias importantes para los artistas, pero el tema que nos interesa aquí es la “producción de espacios”: es muy difícil que los profesionales que están habituados a pensar y existir dentro de espacios seguros puedan imaginar unas políticas culturales que vayan más allá de lo que planteaba Liliana López en la cita anterior: el desarrollo de normativas que inciden sólo sobre circuitos ya consolidados y controlados por actores institucionalizados que, como es de esperar, están vinculados a ese tipo de espacios.
Es la paradoja del
Centro Portátil de Arte Contemporáneo (7), un proyecto que desarrolló el Antimuseo en la Ciudad de México en 2010/11: cuando entró en contacto con instituciones formales nos encontramos con que la única manera de insertar un dispositivo portátil en el Museo es inmovilizarlo. El fenómeno se repitió en diferentes contextos: los curadores se negaban a aceptarlo como una institución y en su lugar se esforzaban en categorizarlo como obra de arte. Un objeto que opera en el plano simbólico, de manera que en vez de plantearse su praxis lo reconducían a los espacios de observación donde están acostumbrados a interactuar con el arte, a controlarlo. Espacios, no hace falta decirlo, donde el CPAC quedaba completamente despojado de su eficacia como institución cultural democrática. El curador institucional, valga la redundancia, no lo entendía como un espacio en el que inscribir y transformar su discurso, sino como un objeto a incluir y exhibir en los espacios - enclaves - donde éste se despliega.
Es sólo un ejemplo con el que quiero expresar la complejidad que hay en el desarrollo de una políticas culturales aterrizadas en el espacio, comprometidas con su transformación y que no caigan en la dinámica habitual de “rellenar” con contenidos espacios preexistentes, que son siempre resultado y precondición del ejercicio del poder. En la serie de entrevistas que publicaré dentro de unas semanas tendremos oportunidad de abordar estas preguntas desde situaciones concretas.
1 http://refugiosociologico.blogspot.com.es/2014/07/democratizar-el-territorio-democratizar.html
2 Postmodern Geographies pág. 1. La traducción es mía.
3 La traducción es mía. Towards the city of thresholds, pág. 13.
http://www.professionaldreamers.net/_prowp/wp-content/uploads/978-88-904295-3-8.pdf
4 El espacio público como política cultural, en Espacio público y derecho a la ciudad (pp. 180 a 204) Bogotá 2011.
http://goo.gl/iY6XmX
5 An urban enclave is a clearly defined area where general law is partially suspended and a distinct set of administrative rules apply. The force of law is present in an enclave as a protocol of use. Experienced from the outside, i.e. experienced as an outside, every urban enclave appears as an exception.
6 Ver El espacio público como representación http://www.oasrn.org/pdf_upload/el_espacio_publico.pdf
y El espacio público como ideología.
7 http://www.antimuseo.org/archivo/etapa4/cpac.html