¿Para qué sirve el arte español?

Leí los Episodios Nacionales cuando estudiaba Bellas Artes en Madrid. La absoluta inutilidad de esta carrera me brindó el tiempo necesario para dedicarme a tamaña tarea, entre otras igual de ajenas a la estulticia del carboncillo. A través de ellos comprendí muchas cosas de la sociedad española y aprendí a amar nuestra historia, aunque duela, del mismo modo que amo cada uno de mis recuerdos aunque algunos todavía quemen.

En aquella época no percibí un detalle que ahora me parece importante y quizás este lapsus sea síntoma de lo que pretendo explicar: que yo recuerde, en las cuarenta y seis novelas no hay un solo personaje dedicado al arte. Ni un solo artista. Entonces me pareció normal, ni siquiera reparé en ello, pero es un dato chocante porque a partir del Romanticismo el arte y los artistas pasan a ocupar un lugar destacado en la esfera pública de las sociedades europeas. En la obra de Balzac, que fue sin duda la inspiración de Galdós para lanzarse a componer su gran fresco histórico, hay docenas de ellos, casi siempre tratados con admiración. En Proust, otro gran deudor de la Comedia Humana, el impresionista Elstir es el único creador que se libra de un análisis corrosivo, al contrario que Bergotte, el escritor, cuyas miserias nos son reveladas con crueldad, o el músico Morel, espejo de todas las bajezas.

La razón es que en España, en el siglo XIX, la creación artística visual dejó de importar. Para Tomás Pérez Viejo1 lo que ocurre es que tras la descomposición del Antiguo Régimen, en nuestro país no emerge una burguesía que necesite el arte como espacio de representación de clase.
(…) el final del patronazgo monárquico-eclesiástico-nobiliario no supone, necesariamente, y desde luego no lo supuso en el caso español, el triunfo del mercado como regulador de la vida artística. El pintor español del siglo XIX no pinta, o al menos no de forma prioritaria, para el mercado, pinta por y para el Estado. Pinta para el Estado, bien porque la mayor parte de su vida transcurre bajo la tutela de éste, becas, pensiones, cargos administrativos; bien porque, de forma más directa, es el Estado, en este sentido el heredero en la función de mecenazgo de Corona, Iglesia y Nobleza, el principal comprador de sus obras (2012, p. 37).
Fernando VII, el más obtuso e inicuo de los monarcas, comprendió enseguida que el arte, tras las revoluciones burguesas, ya no estaría más al servicio de su majestad. Casi doscientos años antes de que Peter Bürger dibujase el famoso cuadro sobre la finalidad, producción y consumo del arte en sus momentos sacro, cortesano y burgués, él ya había adivinado el desplazamiento a la siguiente casilla. En consecuencia, se desentendió de la creación. Y esta es una situación que no cambió, al menos en Madrid, hasta que el gobierno de Franco, instruido por el Congress for Cultural Freedom, se aprovechó del informalismo abstracto para dar legitimidad a la Dictadura tras el Pacto de Madrid y el reingreso en las Naciones Unidas.

Desde Franco hasta Felipe González el arte español ha servido para escenificar la modernidad de nuestra sociedad. El contenido del arte español era una reafirmación constante de esa modernidad, razón por la cual fuera de nuestras fronteras resultó un arte cada vez más incomprensible. Aznar recuperó momentáneamente esa función, tras la foto de las Azores y la invasión de Irak, que enfurecieron a nuestro socios y vecinos de la Unión Europea, en especial a Francia y Alemania. La política cultural de Aznar estuvo orientada a proyectar, tanto hacia dentro como hacia fuera, una imagen de tolerancia y apertura. Y, como las anteriores, dejó poco o nada a nuestro maltrecho tejido creativo. A partir de ahí nos enfrentamos a la nada más desoladora, porque en adelante ningún gobierno va a saber para qué demonios sirve el arte.

Daniel Castillejo2 publicó hace unos días un artículo titulado Potencia emisora cero. En él denuncia la falta de políticas culturales y afirma que hemos llegado a convertirnos en un país de receptores, no de emisores, culturalmente hablando:
La baja estima que nos tenemos por no asomar la patita en los grandes encuentros o en museos más allá de las fronteras, alimenta aún más esa sensación de agravio y de reactualización de la leyenda negra, del neopesimismo finisecular, de calimerismo y, en fin, de incapacidad de reacción constructiva.
Yo estoy de acuerdo con él, pero creo que ésta es la consecuencia, antes que el motivo. Las raíces de nuestros problemas son profundas, como he intentado poner de manifiesto en los primeros párrafos, y complejas.

La creación visual ha sido ajena a la esfera pública española desde principios del siglo XIX hasta los años 50, porque en la República, en Madrid, no se puede decir que jugase un papel relevante. De los años 50 a los 70 el vínculo entre arte y antifranquismo alimentó y cohesionó el mundo del arte y a este matrimonio debemos quizás algunos de los momentos más afortunados de nuestra historia reciente. En Madrid, como ya he comentado en otro sitio3, para mí uno de ellos fue el de ASAP con las aulas de cultura y los murales. Pero hoy, cuando los discursos políticos antagonistas ya están secuestrados por las instituciones, que han encontrado en ellos el mejor paliativo para su falta de sentido histórico, para su reducción definitiva a industria del entretenimiento, el arte, al menos en nuestro país, no es capaz de jugar un papel que signifique algo para la ciudadanía. No es un espacio de representación ni de "desrepresentación", no construye sujetos, no genera debate. Ni siquiera vale dinero. Es normal que no le importe a nadie, empezando por los gobernantes.

¿De quién es la culpa? No lo sé. Yo creo que de todos, pero más de los que administran los recursos. En cuarenta años de democracia no hemos sido capaces de construir un sistema artístico que funcione y vemos con terror cómo viejos errores en la cimentación amenazan con derribar todo el edificio. Pero seguimos construyendo sobre las mismas bases. Y ojo, nunca va a caer, porque hay un acuerdo tácito para que el engendro se mantenga en pie, ya que todos, mejor o peor, vivimos de él.

Quizás después de tantos años quejándonos de la progresiva invisibilización del arte español, de la ausencia de políticas culturales, de la desarticulación de nuestras instituciones, de la dificultad de poner en valor la obra, tan grande que muchos galeristas te dirán que los artistas españoles no se venden, etc., quizás lo que debamos pensar es que estamos exactamente donde nos corresponde. Y empezar desde ahí.


[1] Pérez Viejo, Tomás. Géneros, mercado, artistas y críticos en la pintura española del siglo XIX. Espacio, tiempo y Forma, Serie V, Historia Contemporánea, t. 24, UNED 2012, pp. 25-48. Citado en La cara oculta de la Luna.
[2] El segundo artículo en este link: https://www.elcultural.com/articulo_imp.aspx?id=42191
[3] La cara oculta de la Luna. Págs. 29 a 33.  http://www.antimuseo.org/

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