Fábula Antártica

No habrá justicia para los justos
(F. Y. Harshly)


Debo advertir que esta fábula es una mera especulación, basada en personajes y situaciones muy diversos, algunos provenientes de obras de ficción, y que en ningún momento pretende describir o denunciar hechos concretos. Cualquier similitud con personas, instituciones o sucesos reales es fruto de la turbia imaginación del lector, nunca de la inocente pluma de este humilde autor, que ha recurrido a la fantasía para exponer interrogantes éticos que considera de común interés para la comunidad artística española, sin doble intenciones ni códigos secretos.


La República Antártica, situada como su nombre sugiere en el Polo Sur, es un país de cultura occidental cuya población desciende de inmigrantes europeos. En su capital, South Pole City, existe un Museo de Arte, como es habitual en los países desarrollados. Se trata de una gran institución pública, motivo de orgullo para todos los antárticos.

Su director es vitalicio y disfruta de la dignidad de Marqués del Museo, pese a que en la Antártida, siendo una República, hace mucho que los títulos nobiliarios fueron abolidos. Sólo se mantienen algunos de carácter honorífico y siempre ligados a cargos vitalicios en instituciones públicas, sobre todo las más antiguas, aunque el Museo de Arte Antártico es en realidad de reciente creación. Debido a la apartada situación de esta república, no se consideró necesario crear uno en la época en que países como Francia o los Estados Unidos renovaron los suyos. Por este motivo durante los siglos XIX y XX los artistas supieron arreglárselas para suplir las carencias institucionales con su imaginación y esfuerzo, aunque no con sus recursos, pues nunca los tuvieron. En South Pole City fue especialmente importante la generación de artistas de los 90 del siglo XX, conocidos a veces como alternativos o independientes.

La actividad frenética de estos artistas a lo largo de más de quince años, y nunca reconocida por las instituciones ni los académicos, generó un inmenso acervo documental, si bien muy disperso y desestructurado. Además se trata del último legado documental de naturaleza analógica, pues a partir del año 2000 la gestión y los procesos colectivos de auto-organización migraron a los soportes digitales. Podría alcanzar por tanto un elevado precio en el mercado, aunque su puesta en valor depende de que las desordenadas colecciones de documentos de gestión, fotografías y vídeos lleguen a reunirse y ordenarse de manera que constituyan un archivo de verdad.

El Museo de Arte de la Antártida, que por su posición privilegiada sabe bien que los archivos ya son tan valiosos como las obras de arte, puso sus ojos sobre estos materiales, debido a que uno de los personajes de aquel periodo realizó una larga y prolija investigación para narrar la historia de su propia época, que se plasmó en una exposición y un libro. Sería de imaginar que habiendo una persona que ya había dedicado años de su vida al estudio de este fenómeno y que sin duda ha de saber donde se ocultan los mejores recursos documentales, recurrirían a él para dirigir la investigación y que, siendo un museo de clara vocación democrática, abrirían un proceso colectivo para construir dicho archivo como parte de los procesos creativos, colectivos e independientes que estos mismos artistas iniciaron décadas antes.

Pero no fue así. La sociedad de la República Antártica, quizás por las largas noches australes o por los vientos helados que azotan sus páramos blancos, tiene una idiosincrasia muy distinta de la de los países occidentales. Cargos directivos del Museo, subordinados del Marqués, decidieron apartar a todos los artistas del proceso de investigación y constitución de su propio archivo colectivo, para ponerlo en manos de funcionarios del City Council of North Pole City, y además notificaron a los interesados, como hechos consumados, que el archivo incluiría “movimientos sociales”, aunque no explicaron el significado de esta expresión ni los archivos concretos que pretendían añadir.

Esto ocurrió en la llamada Tercera Reunión, y el autor original del trabajo estalló con la ira de los justos y despotricó contra ambas instituciones y contra los responsables de una decisión tan mezquina. Los acusó de arbitrariedad, falta de rigor y de querer dar un uso político partidista al trabajo de los artistas, en un contexto de desintegración de la coalición que gobernaba la capital y donde los más radicales de la misma iban a ser expulsados de las listas electorales. Su perorata duró diez o quince minutos y tras desahogarse abandonó la reunión.

En la llamada Cuarta Reunión, a la que este furibundo personaje ya no asistió, parece ser que se dedicó largo tiempo a criticar su actitud, sus malos modales, su grosería y agresividad. Pues de todos estos defectos peca el sujeto. Pero curiosamente, y aunque todos coincidían en que él se había portado de manera deleznable, nadie cayó en la cuenta de que el acta de la Tercera Reunión no hacía referencia alguna al incidente, ni recogía las argumentaciones y groserías supuestamente proferidas por el mismo. Tampoco estaba firmada ni se indicaba quién actuó como secretario.

Y aquí vienen los acertijos de esta fantasiosa fábula polar:

Si la bronca no estaba recogida en el acta, es que no existió. Pues el acta de una reunión en una institución del Estado tiene la obligación de ceñirse a la verdad y narrar fielmente todos los hechos e intervenciones de la misma. En tal caso, las críticas al ausente serían difamación, insultos, una exclusión injustificada que podría responder a intereses ocultos.

Si la bronca existió, pero no fue recogida en el acta, estaríamos ante un delito de “Falsedad en Documento Público”. Yo desconozco el Código Penal de la República Antártica, pero si fuese similar al nuestro, este delito estaría tipificado en el artículo 390, que explicaría con toda claridad que puede ser castigado con penas de prisión de tres a seis años, multa de seis a veinticuatro meses e inhabilitación especial por tiempo de dos a seis años, la autoridad o funcionario público que en el ejercicio de sus funciones, cometa falsedad:
  • suponiendo en un acto la intervención de personas que no la han tenido, o atribuyendo a las que han intervenido en él declaraciones o manifestaciones diferentes de las que hubieran hecho;
  • o bien faltando a la verdad en la narración de los hechos.
(entre otras cosas)

Pero tampoco es creíble que esto pudiese haber ocurrido, y por dos motivos motivos:
primero porque ningún alto cargo de una institución antártica podría ser tan irresponsable como para cometer un delito que acabaría con su carrera, que podría salpicar al mismísimo Marqués del Museo y dañar el prestigio de uno de los museos más queridos por los antárticos.

Y segundo porque los mismos artistas que asistieron a las reuniones Tercera y Cuarta o bien no habrían participado en la conversación en la que se condenaba la actitud del sujeto de marras, por no saber de qué demonios se estaba hablando, o bien habrían impugnado el acta, pues si recordaban tan bien la furibunda intervención, no les habría pasado desapercibida su omisión en el susodicho acta. Además es de imaginar que son todos amigos entre sí, y también del señor enfadado, y que habrían reaccionado con honestidad y valentía —¿qué le queda al artista sin estas cualidades?— frente a un abuso institucional de estas dimensiones.

Por tanto: ¿Puede existir algo que no existe, y no existiendo tener efectos como si existiese? ¿O puede algo que no existe, existir, pero no tener efectos como si fuese algo que no existe? Estamos ante una paradoja irresoluble, como la del famoso gato de Schrödinger. Algo que es y no es al mismo tiempo. Quizás una solución sea formar un comité que demuestre de manera fehaciente que el sujeto en cuestión nunca existió, ni tampoco la exposición de la que parte el proyecto de los archivos, ni el libro que recoge el fruto de tan largo estudio. Si el presente resulta contradictorio, qué mejor arreglo que ajustar el pasado para que los hechos adquieran el sentido que se espera.


La historia que he contado es una ficción, ya lo avisé al principio. A los habitantes de la República Antártica, durante el interminable invierno polar, les gusta matar el tiempo con esta clase de acertijos, que no llevan a ninguna parte, pero que tienen la virtud de hacernos pensar sobre la dimensión ética de nuestros actos y la dificultad de tomar las decisiones correctas en esta vida, donde al final todo resulta tan paradójico. Mi conclusión, por poner alguna, es que el arte a veces te deja helado.

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