LA CRISIS DEL ARTE DE PARTICIPACIÓN

En una conocida reflexión, Carl Andre explicaba la evolución de la escultura tomando como referencia la Estatua de la Libertad: los escultores clásicos, afirmaba, se interesaban por las planchas de cobre creadas en el estudio de Bartholdi, que forman los volúmenes de la figura. A principios del siglo XX el interés se desplazó hacia la estructura de acero y hierro diseñada por Eiffel que soporta la obra de Bartholdi. En la época en que Andre escribió estas líneas, los artistas se interesaban por la isla donde se encuentra la estatua. Es decir, por el territorio y la naturaleza, por el contexto físico de la obra de arte. Lo que hay que añadir a su reflexión es que a partir de los años 90 los artistas se van a interesar por las personas que visitan la Isla de la Libertad y las prácticas sociales que se generan en torno al monumento. El material de la obra de arte van a ser las relaciones mismas.

En realidad la idea de la “relación” como materia de la obra de arte es más próxima en el tiempo al trabajo de André de lo que nos podría parecer ahora. Allan Kaprow  empezó a hacer happenings en 1958, y obras paradigmáticas como Women licking jam off a car y Fluids se realizaron en los años 60. Hace ya medio siglo. Términos como "participación", "relacional" o "comunitario" han recorrido un largo camino antes de convertirse en una especie de  conjuro que “hace arte” cualquier actividad cultural o recreativa, y más si involucra personas marcadas con el * de la especificidad: mujeres, inmigrantes, lgtb, minorías étnicas, jóvenes, jubilados, sin empleo…

En lo que a mí respecta, Nicolás Bourriaud certificó la defunción de estas prácticas en su libro La Estética Relacional (1998). Digamos que al “rancierizar” este tipo de arte, que casi diez años antes había sido englobado por Suzanne Lacy bajo el epígrafe de Nuevo Género de Arte Público, más enfocado a una praxis politizada, Bourriaud constata que el potencial subversivo de la participación ha sido desactivado. No quiero decir que ésta fuese su intención, sino que esto es lo que realmente ocurre. El arte de participación se subsume en el mundo de la mercancía. Entre las nuevas formas de propiedad que caracterizan al postfordismo, basadas sobre todo en la propiedad intelectual, la apropiación de los procesos sociales representa la última frontera. Facebook es la demostración práctica de mi hipótesis.

La historia del arte de participación y su actual institucionalización tiene sin embargo otro trasfondo. Dos lecturas de este verano me han ofrecido una nueva perspectiva de su evolución desde factores externos a la creación: Alternative Art New York 1965 - 1985, editado por Julie Ault (2002), y El Recurso de la Cultura, de George Yúdice (2002).

El primero incluye un catálogo exhaustivo de los proyectos alternativos en ese periodo, junto con una serie de ensayos de autores muy conocidos: Lucy Lippard, Miwon Kwon, Martin Beck… En lo que afecta a este artículo, Public Funding de Brian Wallis aporta un relato poco conocido, al menos en España, sobre las ayudas a las organizaciones de artistas, que la NEA (National Endowment for the Arts) instituyó en los años 70. Wallis plantea una cuestión que me parece relevante en el actual contexto político de Madrid: la profesionalización de los gestores independientes, o, dicho de otra manera, la institucionalización de los modelos autogestivos (sé que esta palabra no existe en español, pero para dolor de mis oídos es la que usa todo el mundo). Uno de los efectos del programa destinado a Artists’ Organizations — en 1978 se creó la aplicación para Artist’s Spaces, que luego se integró en ese rubro más amplio para abarcar una gran variedad de prácticas “autogestivas” — fue que los artistas se enfrentaron a la necesidad de gestionar sus espacios como si fuesen instituciones formales: programas cerrados con meses de anticipación, presupuestos, justificación de gastos… Lo que ocurre, en opinión de Wallis, es que se interioriza el poder pastoral.

Mientras que los artistas siempre temieron algún tipo de institucionalización del disenso, en virtud de sus conexiones con la NEA, la verdadera naturaleza de esta apropiación gubernamentalista fue muy diferente de lo que habían sospechado. No se dio el caso, por ejemplo, de que el estado (a través de la NEA) dictase un tipo particular de arte, en términos de estilo o contenido. Tampoco prescribió el estado el modelo o localización de las nuevas instituciones. Más bien, por medio de una serie de directrices regulatorias, la agencia estableció un nuevo sujeto, el 'artista profesional', y una nueva forma de administración, la 'auto-organización de artistas'. [1] (Wallis, 176-177)

Esto es un interesante tema de debate, pero cuando dicho programa empezó a sufrir recortes en la era Reagan, se desencadenaron otras consecuencias.

En los diez años que duró la agonía de la NEA, esos gestores profesionalizados se vieron obligados a buscar fondos en la iniciativa privada. Y aquí enlazamos con el texto de Yúdice. Los mediadores, para alcanzar nuevas fuentes de recursos, tuvieron que esgrimir argumentos que justificasen el gasto, y el simple estímulo a la creatividad no era algo que pueda convencer a un banquero o a un gobernador. Es decir, a partir de la reducción de los fondos de la NEA, que promovían la experimentación artística sin necesidad de un objetivo ajeno a la misma práctica creativa, los mediadores se las ingeniaron para aplicar el arte como solución de algún tipo de problema social, racial, económico… Un arte “útil” que pudiera responder a los sistemas de medición de las fundaciones y departamentos de responsabilidad social de las grandes empresas. Por supuesto, estos sistemas de medición no resultan aplicables a las artes visuales, y la adaptación de un proyecto artístico a la habitual batería de indicadores, resultados, número de beneficiarios, valoraciones estadísticas y demás es una farsa, lo digo por experiencia.

Lo que ocurre a continuación es que la figura del mediador — incluido el curador, pero vamos a hablar del mediador en un sentido amplio — pasa a ocupar el lugar central en la proceso de creación (entendido éste como un todo: producción, distribución y consumo). Es la figura que conecta a los artistas, las fuentes de recursos y las comunidades “target” (que para los museos siguen siendo públicos, debido al escaso margen de diálogo que pueden permitirse). El mediador está en el centro, es el elemento articulador del sistema.

En la medida en que esta función va pasando de artistas-gestores a gestores profesionales, la figura profesional se refuerza y en ocasiones las mismas instituciones la integran en sus organigramas. Los funcionarios y técnicos especializados median entre los recursos propios de la institución o empresa, las comunidades que les interesan, y los artistas, a quienes van a imponer determinadas prácticas y lenguajes que se requieren para cumplir con los objetivos del organismo público o privado donde trabajan.

Pero la táctica de reducir los gastos estatales, que podría parecer el toque de difuntos de las actividades artísticas y culturales sin fines de lucro, constituye realmente su condición de continua posibilidad. El sector de las artes y la cultura afirma ahora que puede resolver los problemas de Estados Unidos: incrementar la educación, mitigar las luchas raciales, ayudar a revertir el deterioro urbano mediante el turismo cultural, crear empleos, reducir el delito y quizá generar ganancias. Esta reorientación la están llevando a cabo los administradores de las artes y los gestores culturales. (…) el sector del arte y la cultura floreció dentro de una enorme red de administradores y gestores, quienes median entre las fuentes de financiación, por un lado, y los artistas y las comunidades, por el otro. (Yúdice. 26-27)

Es una aplicación sui generis de la “Ley de las consecuencias no previstas”: el NGPA de Suzanne Lacy, que surge en el complicado contexto político norteamericano de los años 60, impulsado, de una parte, por la segunda ola del feminismo y los conflictos raciales, y de la otra por el gran movimiento de los espacios alternativos de los 70 y 80, acaban por producir una nueva categoría de mediadores que suplantan a los creadores y reintroducen todos los elementos represivos de los que los artistas estaban huyendo. Así, se dan situaciones paradójicas, incluso perversas, como es la de un arte sin artistas: cuando los mediadores descubren que se pueden apropiar de los recursos lingüísticos y creativos del arte conceptual (grosso modo) y aplicarlos sin necesidad de recurrir a los artistas.

Para que se entienda correctamente mi punto de vista, la perversión no es intrínseca a la actividad del técnico-mediador (o quizás sí, pero no he avanzado en ese análisis), sino que se debe al desfase entre la aplicación aleatoria de recursos expresivos tomados de las artes visuales, y el tiempo real que demanda la construcción de un sistema expresivo, que es toda una vida. Un artista puede necesitar varias décadas de trabajo intensivo para desarrollar sus prácticas y su lenguaje. El técnico va a tomar elementos de aquí y allá sin construir nada nuevo, y cuando las directrices políticas cambien, pasará a hacer otra cosa. Es un remedo del artista, su reflejo en los espejos curvos del callejón del Gato. Pero son los artistas los que tienen la capacidad de condensar, anatomizar y representar los complejos procesos históricos y sociales de manera simbólica, como dice Martha Roesler (2009). No por un talento único o una inspiración de corte místico, sino por las habilidades que se alcanzan tras largos años de dedicación exclusiva.

En este punto creo que hay que valorar dos aspectos: primero el agotamiento del arte contemporáneo (los conceptualismos), cuyos recursos expresivos son, de verdad, demasiado fáciles de usar.  Segundo, que la “comunidad” es una abstracción, una fantasía, y su construcción requiere una renuncia previa a cualquier actitud crítica. Es decir, la institución, la política, simplifican la realidad en unas pocas categorías, cuando el artista, como decía Modiano en una entrevista reciente, lo que hace es complicarla; destruye esas categorías.

El problema se agudiza cuando las prácticas colaborativas o participativas se transforman en el lenguaje oficial — un buen ejemplo sería el Collaborative Arts Partnership Programme financiado por la Unión Europea — y su objetivo es, por un lado, la reducción de costes de los programas sociales, y por otro la implantación del poder pastoral descrito por Foucault en capas cada vez más amplias de la sociedad. Es lo que Manuel Delgado llama "ideología ciudadanista" en el artículo El Espacio Público como Ideología (2007):

Sería a través de los mecanismos de mediación –en este caso, la ideología ciudadanista y su supuesta concreción física en el espacio público [para nosotros las instituciones culturales y las prácticas participativas] – que las clases dominantes consiguieran que los gobiernos a su servicio obtengan el consentimiento activo de los gobernados, incluso la colaboración de los sectores sociales maltratados, trabados por formas de dominación mucho más sutiles que las basadas en la simple coacción.

El arte de participación, con todas sus extensiones hacia el espacio público, los sistemas auto-organizados o los enclaves emancipados, es cooptado en un doble sentido:

Por parte del capital, volvemos aquí a Bourriaud y a artistas como Tiravanija, la socialidad se transforma en una mercancía. En este sentido el arte funciona como vanguardia, al prefigurar modos de hacer que luego se van a implantar en otros ámbitos de la vida. Antes hemos puesto Facebook como ejemplo de este nuevo territorio conquistado por la propiedad.

En segundo lugar, por parte del Estado, que ha encontrado un recurso inapreciable para convencer a los “ciudadanos” de que forman parte de una esfera pública — confraternidad es la expresión que usa Delgado — interclasista.

Se hizo, y se continua haciendo, impregnando cada vez más lo que –retomando la terminología althusseriana – son los aparatos ideológicos del Estado, y, a través suyo, las convicciones y las prácticas de aquellos a los que se tiene la expectativa de convertir en creyentes, puesto que es al fin de cuentas un credo lo que se trata de hacer asumir. Para ello se despliega un dispositivo pedagógico de amplio espectro, que concibe al conjunto de la población, y no sólo a los más jóvenes, como escolares perpetuos de esos valores abstractos de ciudadanía y civilidad.

Hoy el arte de participación apesta tanto como lo hacían las nuevas tecnologías a principios de los 90.

No quiero decir con esto que las prácticas colaborativas sean “mal arte” per se, como no lo es el arte de nuevas tecnologías, sino que su utilización como recurso político, en el sentido que le da Delgado, es más que cuestionable. La atención institucional, con el consiguiente redireccionamiento de recursos, provoca una proliferación de experiencias fallidas, o simplemente oportunistas. Las prácticas colaborativas acaban siendo, como en el ejemplo de las nuevas tecnologías en los 90, una especie de infección que no deja ver otras vías de experimentación que continúan desarrollándose a contracorriente. Tampoco es extraño que en Madrid los mejores ejemplos de estas prácticas, y lo digo sin ironía, vengan de colectivos de arquitectos como Todo por la Praxis y Basurama, que parten de una disciplina que se comprende a sí misma como útil.

En otro orden de cosas, los conflictos en España no son los mismos que los de los EEUU de los años 60 y 70. Nuestro país disfruta de un tejido social extraordinario, y poco tienen que aportar los artistas, o más bien los mediadores, a movimientos como la PAH. Porque los artistas sí: podrían aportar imágenes. La función de un arte de participación institucionalizado sería más bien, cuando la tensión por la crisis y los desahucios decaiga, disolver este tipo de plataformas en un suave caldo cultural, para que no llegue a convertirse en algo peligroso.

Este artículo no tiene una conclusión concreta. He querido plantear varios interrogantes, porque tras diez años de experimentación en estos ámbitos (participación, espacio público…) los mismos instrumentos tácticos y conceptuales que ha generado el Antimuseo necesitan una revisión profunda. En la realidad que vivimos, la aplicación del arte, o la cultura en términos generales, a cuestiones relacionadas con la inclusión social, la prevención del delito, el equilibrio territorial dentro de la ciudad, la igualdad, etc., tiene sin duda efectos que podemos considerar positivos. O debería tenerlos. Yo lo he defendido así en otros textos, y creo que en Madrid es necesario implementar políticas de este tipo, aunque dudo que haya nadie capaz de hacerlo con un mínimo de buen juicio. Es un tema complejo que no se ajusta a las necesidades de imagen de los políticos, ni soporta el buenismo de los mediadores. Como decía Claire Bishop en un artículo de Artforum (2006), Los criterios discursivos del arte socialmente comprometido, hoy por hoy, se derivan de una analogía tácita entre el anticapitalismo y el "buen alma" cristiana. Es lo que aquí llamamos buen rollito, y tiene la capacidad de disolver las neuronas más encallecidas. Internarse en espacios de conflicto conlleva muchos riesgos, y las instituciones prefieren siempre la seguridad de lo fácil y conocido.

Pontificar sobre lo que debe ser el arte, más allá de los términos de un debate consciente de su propia insuficiencia, no tiene mucho sentido. Todos los intentos de sujetar la creación a un programa o a las conclusiones de un cuerpo teórico han fracasado estrepitosamente, y todos los anuncios de la muerte del arte han acabado en el olvido. Tan rápido que cada pocos años se proclama el óbito de nuevo. Frente a las estrategias argumentales de los mediadores, que tienen como principal herramienta el discurso, los artistas disponen de una sola repuesta: la imagen. Usarla a discreción es la mejor manera de zanjar el asunto.

Lo cierto, por ofrecer una conclusión inconcluyente, es que en el mundo actual no hay prácticamente nada que podamos hacer fuera de los métodos y estructuras que regulan nuestras vidas, ni siquiera la política; pero arte, sólo se puede hacer en contra del poder.


[1] While the artists and organizers of alternative spaces always feared some sort of “institutionalization of dissent” through their liaisons with the NEA, the true nature of this governmentalist appropriation was quite different from what they suspected. It was not the case, for instance, that the state (through the NEA) dictated any particular type of art, in terms of style or content. Nor did the state directly proscribe the type or location of the new art institutions. Rather, through a series of regulatory guidelines, the agency established a new subject, the “professional artist”, and a new form of administration, the “artists-run organization.”

UNA MODESTA PROPOSICIÓN

Publiqué este texto en VALF, en septiembre de 2014, como segunda parte de un análisis del mercado del arte basado en la teoría del espacio de Lefebvre. Este año, por primera vez se debate en la prensa la viabilidad de las galerías como modelo de negocio. El Mundo (*) ha publicado un reportaje, donde parece que para las galerías todo el problema es el IVA, cuando la verdad es que el modelo está en quiebra por multitud de causas. He pensado que sería bueno animar el debate con esta “Modesta proposición”, título que he tomado del famoso texto satírico de Swift, por si a alguien se le escapa el tono irónico.

Hace unos meses, incitado por el comentario de un conocido curador en Facebook, planteé una serie de premisas sobre las que desarrollar una teoría crítica del mercado del arte. El tema desde luego no está en la agenda de la crítica de arte convencional, ni del pensamiento marxista o neo-marxista, y menos aún en la de los artistas visuales. Para los primeros la crítica sigue consistiendo en el análisis de las obras como objetos autónomos portadores de un significado, pese a que hace más de un siglo que sabemos que la obra carece de autonomía y que el significado se produce en un proceso de socialización que está determinado por la institución. Para los segundos, las artes visuales no merecen mayor atención, puesto que son una manifestación de la cultura burguesa. Los flag-runner activists, como me respondía Marcelo Expósito no ha mucho a una crítica sobre uno de sus textos, desprecian el arte y se ‘cachondean’ (sic) de los artistas (1). Y para los terceros, o bien están en “circuito”, y creo que entonces la idea, en general, es que el arte es un negocio y sus interlocutores naturales son los coleccionistas, es decir, los más ricos, ese 1% denostado y odiado por el resto de la humanidad, o están fuera esperando que se abra una rendija. Pocos piensan, como Isidoro Valcárcel Medina (2), que es más difícil escapar del dinero que de la policía.

El único tema que se plantea con cierta frecuencia es el de la bienalización de las ferias (3), que no quiere decir que éstas se vayan a hacer cada dos años, pese a que eso es lo que estrictamente expresa el término — y a que sería un descanso para nuestros ojos — sino que quieren levantar el vuelo por encima de la banalidad que las caracteriza y darse un barniz cultural, como explicaba Joshua Decter en un agudo comentario que citábamos en anterior artículo (4).  Hoy en día es casi obligado que una feria tenga una sección “curada”. Es decir, un pasillo con 10 o 12 boots donde un curador selecciona, a través de galerías, varios artistas cuyo trabajo responde a un elaborado concepto. Por ejemplo, como en la una edición de Zona Maco en México, “afirmar el espacio de la obra de arte como un espacio de reflexión sobre la colectividad y el mundo o sobre la colectividad en el mundo” (5). O whatever lo que sea, que es como debería acabar este statement tan cuidadosamente redactado. La verdad es que estas secciones curadas no requieren de mayores esfuerzos intelectuales. No se trata de tener grandes ideas, ni de profundizar en una visión crítica de la realidad. Y esto es algo muy bueno para los curadores, porque no necesitan disfrutar de una extensa cultura, dominio de la lengua escrita, o de ideas propias, sino socializar muy bien y estar al día en lo que llevan el medio centenar de galerías que se repiten en todas las ferias de su ámbito geográfico. Otro día hablaremos de lo que han llegado a ser los curadores.

Pero, insisto, nadie se cuestiona la legitimidad del mercado y de sus instancias materiales: galerías y ferias. Hay una multitud de figuras distintas que interactúan en el mundo del arte: desde los major collectors hasta los temidos antisistema, pasando por académicos, artistas de todo pelo, editores, falsificadores, funcionarios públicos, obscuros personajes que compensan sus frustraciones dedicándose a la cultura, escaladores sociales, galeristas y el pobre público, que anda en busca de algún tipo de experiencia transcendente y sufre los errores y desafueros de todos los anteriores. Sin embargo a nadie en este cosmos disparatado le interesa analizar las estructuras de poder que se ocultan bajo el sistema. Incluso hemos visto artistas (6) que rechazan premios y distinciones del Estado, denostando con duras palabras la esfera de lo público, pero nunca los veremos tomando posiciones contra su galería.

A pesar de lo decepcionante que es este panorama y del poco prestigio y amistades que se pueden obtener con semejantes ejercicios intelectuales, a mí la verdad es que me apasiona. Mucho más que la rutina de la crítica de arte, que consiste en buscar filiaciones, poner adjetivos y foucaultizar, o peor aún, derridizar esas piezas insulsas que se ven en las exposiciones.

En la anterior entrega habíamos establecido que la mera supervivencia del arte contemporáneo depende de la creación de una espacialidad instrumental, socialmente mistificada y capaz de ampliar constantemente su ámbito de acción. Esta frase es en realidad una cita de Lefebvre (7) que se refiere al Capitalismo. Pero no cabe duda de que aplica al todo con la misma precisión que a las partes, y creo que de manera muy especial al sistema del arte, tanto en escalas locales y regionales como en la global. Creo que una teoría crítica del mercado, más allá de la simpleza del anticapitalismo de café, es tan necesaria como la crítica institucional.

Y la pregunta del millón es: ¿por qué el sistema del arte está articulado sobre una red de negocios fuertemente personalistas, donde los empresarios no requieren ninguna formación específica, y además, a través de las ferias, actúan como legitimadores y reguladores de su propio circuito? ¿Quién y cuándo cedió la hegemonía del mundo del arte a una figura empresarial, que por regla general cuenta con conocimientos muy limitados de lo que vende? ¿Cuál es el lugar real del artista en esta relación, donde lo más obvio es que existe un conflicto de intereses estructural entre el productor y el intermediario?

Lo cierto es que hoy en día las galerías son las que detentan el poder en el mundo del arte, de la mano con los grandes coleccionistas, sean corporativos o particulares. Los museos están cada vez más al servicio del mercado, ya que son la pieza clave en la producción de valor de la obra de arte. Por su parte, el aparato crítico-curatorial, que quizás en su día se identificaba con posiciones antagonistas, es ahora el encargado de invisibilizar el conflicto. El giro de la crítica a la curaduría, en lo que se refiere a la producción de discurso, conlleva la sumisión de éste a los intereses de aquellos.

En una última vuelta de tuerca, en algunos países, España y México entre ellos, se discute la pertinencia de mantener o crear ayudas para los artistas o para agentes no empresariales, como los espacios alternativos, mientras se crean ayudas a fondo perdido para que las galerías vayan a ferias de arte, porque al parecer su negocio es tan malo que no les alcanza para pagar el alquiler de los stands (8). Esto es el mundo al revés, porque mientras el artista puede estar haciendo una aportación crucial a la sociedad, sin tener por ello un reconocimiento ni una compensación económica, y la historia nos ha enseñado esto ocurre así con frecuencia, un negocio que no es capaz de cubrir su gastos no tiene razón de ser, porque el sentido y la función de la empresa es ganar dinero.

No nos sigamos engañando, las galerías no son propuestas culturales, son negocios, tiendas, donde la universalidad del valor de cambio se impone a las particularidades del valor de uso de la obra de arte. El texto satírico escrito por Kenny Schachter (9) hace unos meses, a partir de la carta de dimisión de un empleado de Goldman Sachs, describe inigualablemente el tono real del negocio del arte hoy en día. Para colmo su modelo de negocio se está quedando obsoleto, la mayoría apenas venden en sus espacios, todo el negocio está en las ferias, y las casas de subastas han empezado a comerles el terreno.

Dentro de las muchas farsas del neoliberalismo, la del uso del dinero público para engordar los negocios privados es de las más hirientes. Los sistemas de salud, de educación y de cultura, que tras largos siglos de lucha se habían establecido como derechos garantizados por el Estado, se privatizan en aras de una mayor y muy poco creíble eficacia. Pero al mismo tiempo se financia a las grandes empresas con dinero público, tanto con subvenciones directas como indirectas (10). Así, mientras se gastan miles de millones en mantener los activos de sus accionistas (bancos, fondos de inversión, sociedades radicadas en paraísos fiscales), se recortan los presupuestos, comparativamente insignificantes, de los museos, y se les exige que busquen apoyo privado para sobrevivir (11).

A mí los museos no me gustan demasiado, pero aún menos me gustan las galerías. Quizás soy demasiado fiel a la tradición moderna y conservo alguna esperanza de que las instituciones públicas se puedan regenerar. No desde dentro, por supuesto, sino por la presión de las gentes, que crean otros espacios e inventan nuevos recursos.

Pero entre tanto, en este panorama de crisis permanente y sumisión del Estado a las corporaciones, vamos a plantear una solución que por lo menos nos servirá para comprender lo irracional del sistema que estamos viviendo los que nos dedicamos a las artes visuales: ¿Por qué no son los museos lo que se encargan de vender las obras de los artistas? No la que integran su colecciones, creo que éstas son bienes públicos y deben mantenerse inenajenables, pero sí de las exposiciones temporales, a través de un nuevo marco de trabajo en su programación. ¿No sería mucho más lógico que la institución que produce la legitimidad sea la que obtenga el retorno de su inversión? ¿Y no estarán además mucho más cualificados los directores y técnicos de los museos para desarrollar todos los trabajos que rodean la venta de la obra de arte, que unas señoras de clase alta que abren galerías para no aburrirse y porque el arte es “muy bonito”? ¿Si a las galerías privadas se les da dinero público porque no pueden cubrir sus gastos, y a los museos públicos se les recortan fondos porque falta dinero, no sería más eficiente y honesto que los museos completen sus ingresos con la venta de obras de los artistas que exponen? ¿Cuál es el problema?

¿Y a qué situación llegaríamos? Primero que los artistas tratasen con personas que los respetan, lo cual no es poco. Desde luego sería un freno a las operaciones especulativas. También favorecería la democratización de un mercado que es cada vez más elitista, porque los mismos galeristas se quejan de que los artistas de precios intermedios ya no se venden. Conseguiríamos financiación para las instituciones públicas sin que tengan que someterse a los intereses y censuras de patronos privados. Se podría desmontar el nepotismo de la ferias de arte, donde las galerías más ricas son juez y parte en los comités de selección, y cierran el paso a otras emergentes que en el futuro podrían competir con ellas. O prohíben la participación de entidades no comerciales, como los espacios dirigidos por artistas. Rigor, transparencia fiscal, garantías de autenticidad…

Es tan bueno que seguro que ya está prohibido.


(*) http://www.elcultural.com/noticias/arte/Hacia-donde-van-las-galerias-de-arte/8270
    1.    Esfera Pública. http://esferapublica.org/nfblog/?p=64899 en los comentarios.
    2.    Javier Rodríguez Marcos. Un artista que dice no. El País, 10 de julio de 2010. http://elpais.com/diario/2007/07/10/revistaverano/1184018405_850215.html 
Isidoro declara en la entrevista: “Es más difícil escapar del dinero que de la policía… A los artistas les exijo un plus de responsabilidad. Deberían pensar: si todo lo que hago me lo compran, ¿qué puedo hacer que no me compren, para que no me cacen?"
    3.    Para una visión más contemporizadora del asunto, ver Paco Barragán, The Curated Art Fair and the Art Fair Curator, en ArtPulse. http://artpulsemagazine.com/the-curated-art-fair-and-the-art-fair-curator
    4.    [Armory Show] …which now deploys intellectual window-dressing to give it some cosmopolitan street cred. Tomado de facebook, no he conseguido encontrarlo de nuevo.
    5.    La cita proviene del boletín de prensa que la feria envió por e-mail.
    6.    Santiago Sierra renuncia al Nacional de Artes Plásticas porque el premio se utiliza en "beneficio del Estado" El País, 5 de noviembre de 2010. 
http://cultura.elpais.com/cultura/2010/11/05/actualidad/1288911612_850215.html
    7.    Henri Lefebvre, La producción del espacio.
    8.    Ver el anterior texto del blog, párrafos 6 a 9. http://antimuseo.blogspot.com.es/2015/06/un-arte-espanol-sin-artistas-espanoles.html
    9.    Kenny Schachter, http://www.artmarketmonitor.com/2012/03/20/why-i-am-leaving-gagosian
    10.    http://www.elconfidencial.com/empresas/2013-08-06/automovilismo-y-mineria-los-sectores-que-mas-subvenciones-reciben-del-estado_15655 En España ha habido un largo debate sobre las subvenciones al cine, las de las artes visuales son tan insignificantes que nadie les presta atención. Sin embargo los mismos políticos que exigen que la cultura sobreviva de sus rendimientos comerciales, están a favor de subvencionar grandes empresas y a sus propios partidos y fundaciones. FAES, la fundación de Aznar, es beneficiaria de fondos públicos: http://politica.elpais.com/politica/2014/06/23/actualidad/1403535982_134054.html
    11.    El presupuesto del Reina Sofía, que hace pocos años superaba los 50 millones de euros, está ahora alrededor de los 35 millones http://www.revistadearte.com/2013/11/10/la-venta-de-entradas-solo-cubre-el-6-por-100-del-presupuesto-del-reina-sofia 
Más recientemente los mismos responsables del museo han dado la voz de alarma sobre la insuficiencia de los recursos que reciben: El Reina Sofía toca fondo. http://cultura.elpais.com/cultura/2014/09/11/actualidad/1410442192_316937.html

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