LA CRISIS DEL ARTE DE PARTICIPACIÓN

En una conocida reflexión, Carl Andre explicaba la evolución de la escultura tomando como referencia la Estatua de la Libertad: los escultores clásicos, afirmaba, se interesaban por las planchas de cobre creadas en el estudio de Bartholdi, que forman los volúmenes de la figura. A principios del siglo XX el interés se desplazó hacia la estructura de acero y hierro diseñada por Eiffel que soporta la obra de Bartholdi. En la época en que Andre escribió estas líneas, los artistas se interesaban por la isla donde se encuentra la estatua. Es decir, por el territorio y la naturaleza, por el contexto físico de la obra de arte. Lo que hay que añadir a su reflexión es que a partir de los años 90 los artistas se van a interesar por las personas que visitan la Isla de la Libertad y las prácticas sociales que se generan en torno al monumento. El material de la obra de arte van a ser las relaciones mismas.

En realidad la idea de la “relación” como materia de la obra de arte es más próxima en el tiempo al trabajo de André de lo que nos podría parecer ahora. Allan Kaprow  empezó a hacer happenings en 1958, y obras paradigmáticas como Women licking jam off a car y Fluids se realizaron en los años 60. Hace ya medio siglo. Términos como "participación", "relacional" o "comunitario" han recorrido un largo camino antes de convertirse en una especie de  conjuro que “hace arte” cualquier actividad cultural o recreativa, y más si involucra personas marcadas con el * de la especificidad: mujeres, inmigrantes, lgtb, minorías étnicas, jóvenes, jubilados, sin empleo…

En lo que a mí respecta, Nicolás Bourriaud certificó la defunción de estas prácticas en su libro La Estética Relacional (1998). Digamos que al “rancierizar” este tipo de arte, que casi diez años antes había sido englobado por Suzanne Lacy bajo el epígrafe de Nuevo Género de Arte Público, más enfocado a una praxis politizada, Bourriaud constata que el potencial subversivo de la participación ha sido desactivado. No quiero decir que ésta fuese su intención, sino que esto es lo que realmente ocurre. El arte de participación se subsume en el mundo de la mercancía. Entre las nuevas formas de propiedad que caracterizan al postfordismo, basadas sobre todo en la propiedad intelectual, la apropiación de los procesos sociales representa la última frontera. Facebook es la demostración práctica de mi hipótesis.

La historia del arte de participación y su actual institucionalización tiene sin embargo otro trasfondo. Dos lecturas de este verano me han ofrecido una nueva perspectiva de su evolución desde factores externos a la creación: Alternative Art New York 1965 - 1985, editado por Julie Ault (2002), y El Recurso de la Cultura, de George Yúdice (2002).

El primero incluye un catálogo exhaustivo de los proyectos alternativos en ese periodo, junto con una serie de ensayos de autores muy conocidos: Lucy Lippard, Miwon Kwon, Martin Beck… En lo que afecta a este artículo, Public Funding de Brian Wallis aporta un relato poco conocido, al menos en España, sobre las ayudas a las organizaciones de artistas, que la NEA (National Endowment for the Arts) instituyó en los años 70. Wallis plantea una cuestión que me parece relevante en el actual contexto político de Madrid: la profesionalización de los gestores independientes, o, dicho de otra manera, la institucionalización de los modelos autogestivos (sé que esta palabra no existe en español, pero para dolor de mis oídos es la que usa todo el mundo). Uno de los efectos del programa destinado a Artists’ Organizations — en 1978 se creó la aplicación para Artist’s Spaces, que luego se integró en ese rubro más amplio para abarcar una gran variedad de prácticas “autogestivas” — fue que los artistas se enfrentaron a la necesidad de gestionar sus espacios como si fuesen instituciones formales: programas cerrados con meses de anticipación, presupuestos, justificación de gastos… Lo que ocurre, en opinión de Wallis, es que se interioriza el poder pastoral.

Mientras que los artistas siempre temieron algún tipo de institucionalización del disenso, en virtud de sus conexiones con la NEA, la verdadera naturaleza de esta apropiación gubernamentalista fue muy diferente de lo que habían sospechado. No se dio el caso, por ejemplo, de que el estado (a través de la NEA) dictase un tipo particular de arte, en términos de estilo o contenido. Tampoco prescribió el estado el modelo o localización de las nuevas instituciones. Más bien, por medio de una serie de directrices regulatorias, la agencia estableció un nuevo sujeto, el 'artista profesional', y una nueva forma de administración, la 'auto-organización de artistas'. [1] (Wallis, 176-177)

Esto es un interesante tema de debate, pero cuando dicho programa empezó a sufrir recortes en la era Reagan, se desencadenaron otras consecuencias.

En los diez años que duró la agonía de la NEA, esos gestores profesionalizados se vieron obligados a buscar fondos en la iniciativa privada. Y aquí enlazamos con el texto de Yúdice. Los mediadores, para alcanzar nuevas fuentes de recursos, tuvieron que esgrimir argumentos que justificasen el gasto, y el simple estímulo a la creatividad no era algo que pueda convencer a un banquero o a un gobernador. Es decir, a partir de la reducción de los fondos de la NEA, que promovían la experimentación artística sin necesidad de un objetivo ajeno a la misma práctica creativa, los mediadores se las ingeniaron para aplicar el arte como solución de algún tipo de problema social, racial, económico… Un arte “útil” que pudiera responder a los sistemas de medición de las fundaciones y departamentos de responsabilidad social de las grandes empresas. Por supuesto, estos sistemas de medición no resultan aplicables a las artes visuales, y la adaptación de un proyecto artístico a la habitual batería de indicadores, resultados, número de beneficiarios, valoraciones estadísticas y demás es una farsa, lo digo por experiencia.

Lo que ocurre a continuación es que la figura del mediador — incluido el curador, pero vamos a hablar del mediador en un sentido amplio — pasa a ocupar el lugar central en la proceso de creación (entendido éste como un todo: producción, distribución y consumo). Es la figura que conecta a los artistas, las fuentes de recursos y las comunidades “target” (que para los museos siguen siendo públicos, debido al escaso margen de diálogo que pueden permitirse). El mediador está en el centro, es el elemento articulador del sistema.

En la medida en que esta función va pasando de artistas-gestores a gestores profesionales, la figura profesional se refuerza y en ocasiones las mismas instituciones la integran en sus organigramas. Los funcionarios y técnicos especializados median entre los recursos propios de la institución o empresa, las comunidades que les interesan, y los artistas, a quienes van a imponer determinadas prácticas y lenguajes que se requieren para cumplir con los objetivos del organismo público o privado donde trabajan.

Pero la táctica de reducir los gastos estatales, que podría parecer el toque de difuntos de las actividades artísticas y culturales sin fines de lucro, constituye realmente su condición de continua posibilidad. El sector de las artes y la cultura afirma ahora que puede resolver los problemas de Estados Unidos: incrementar la educación, mitigar las luchas raciales, ayudar a revertir el deterioro urbano mediante el turismo cultural, crear empleos, reducir el delito y quizá generar ganancias. Esta reorientación la están llevando a cabo los administradores de las artes y los gestores culturales. (…) el sector del arte y la cultura floreció dentro de una enorme red de administradores y gestores, quienes median entre las fuentes de financiación, por un lado, y los artistas y las comunidades, por el otro. (Yúdice. 26-27)

Es una aplicación sui generis de la “Ley de las consecuencias no previstas”: el NGPA de Suzanne Lacy, que surge en el complicado contexto político norteamericano de los años 60, impulsado, de una parte, por la segunda ola del feminismo y los conflictos raciales, y de la otra por el gran movimiento de los espacios alternativos de los 70 y 80, acaban por producir una nueva categoría de mediadores que suplantan a los creadores y reintroducen todos los elementos represivos de los que los artistas estaban huyendo. Así, se dan situaciones paradójicas, incluso perversas, como es la de un arte sin artistas: cuando los mediadores descubren que se pueden apropiar de los recursos lingüísticos y creativos del arte conceptual (grosso modo) y aplicarlos sin necesidad de recurrir a los artistas.

Para que se entienda correctamente mi punto de vista, la perversión no es intrínseca a la actividad del técnico-mediador (o quizás sí, pero no he avanzado en ese análisis), sino que se debe al desfase entre la aplicación aleatoria de recursos expresivos tomados de las artes visuales, y el tiempo real que demanda la construcción de un sistema expresivo, que es toda una vida. Un artista puede necesitar varias décadas de trabajo intensivo para desarrollar sus prácticas y su lenguaje. El técnico va a tomar elementos de aquí y allá sin construir nada nuevo, y cuando las directrices políticas cambien, pasará a hacer otra cosa. Es un remedo del artista, su reflejo en los espejos curvos del callejón del Gato. Pero son los artistas los que tienen la capacidad de condensar, anatomizar y representar los complejos procesos históricos y sociales de manera simbólica, como dice Martha Roesler (2009). No por un talento único o una inspiración de corte místico, sino por las habilidades que se alcanzan tras largos años de dedicación exclusiva.

En este punto creo que hay que valorar dos aspectos: primero el agotamiento del arte contemporáneo (los conceptualismos), cuyos recursos expresivos son, de verdad, demasiado fáciles de usar.  Segundo, que la “comunidad” es una abstracción, una fantasía, y su construcción requiere una renuncia previa a cualquier actitud crítica. Es decir, la institución, la política, simplifican la realidad en unas pocas categorías, cuando el artista, como decía Modiano en una entrevista reciente, lo que hace es complicarla; destruye esas categorías.

El problema se agudiza cuando las prácticas colaborativas o participativas se transforman en el lenguaje oficial — un buen ejemplo sería el Collaborative Arts Partnership Programme financiado por la Unión Europea — y su objetivo es, por un lado, la reducción de costes de los programas sociales, y por otro la implantación del poder pastoral descrito por Foucault en capas cada vez más amplias de la sociedad. Es lo que Manuel Delgado llama "ideología ciudadanista" en el artículo El Espacio Público como Ideología (2007):

Sería a través de los mecanismos de mediación –en este caso, la ideología ciudadanista y su supuesta concreción física en el espacio público [para nosotros las instituciones culturales y las prácticas participativas] – que las clases dominantes consiguieran que los gobiernos a su servicio obtengan el consentimiento activo de los gobernados, incluso la colaboración de los sectores sociales maltratados, trabados por formas de dominación mucho más sutiles que las basadas en la simple coacción.

El arte de participación, con todas sus extensiones hacia el espacio público, los sistemas auto-organizados o los enclaves emancipados, es cooptado en un doble sentido:

Por parte del capital, volvemos aquí a Bourriaud y a artistas como Tiravanija, la socialidad se transforma en una mercancía. En este sentido el arte funciona como vanguardia, al prefigurar modos de hacer que luego se van a implantar en otros ámbitos de la vida. Antes hemos puesto Facebook como ejemplo de este nuevo territorio conquistado por la propiedad.

En segundo lugar, por parte del Estado, que ha encontrado un recurso inapreciable para convencer a los “ciudadanos” de que forman parte de una esfera pública — confraternidad es la expresión que usa Delgado — interclasista.

Se hizo, y se continua haciendo, impregnando cada vez más lo que –retomando la terminología althusseriana – son los aparatos ideológicos del Estado, y, a través suyo, las convicciones y las prácticas de aquellos a los que se tiene la expectativa de convertir en creyentes, puesto que es al fin de cuentas un credo lo que se trata de hacer asumir. Para ello se despliega un dispositivo pedagógico de amplio espectro, que concibe al conjunto de la población, y no sólo a los más jóvenes, como escolares perpetuos de esos valores abstractos de ciudadanía y civilidad.

Hoy el arte de participación apesta tanto como lo hacían las nuevas tecnologías a principios de los 90.

No quiero decir con esto que las prácticas colaborativas sean “mal arte” per se, como no lo es el arte de nuevas tecnologías, sino que su utilización como recurso político, en el sentido que le da Delgado, es más que cuestionable. La atención institucional, con el consiguiente redireccionamiento de recursos, provoca una proliferación de experiencias fallidas, o simplemente oportunistas. Las prácticas colaborativas acaban siendo, como en el ejemplo de las nuevas tecnologías en los 90, una especie de infección que no deja ver otras vías de experimentación que continúan desarrollándose a contracorriente. Tampoco es extraño que en Madrid los mejores ejemplos de estas prácticas, y lo digo sin ironía, vengan de colectivos de arquitectos como Todo por la Praxis y Basurama, que parten de una disciplina que se comprende a sí misma como útil.

En otro orden de cosas, los conflictos en España no son los mismos que los de los EEUU de los años 60 y 70. Nuestro país disfruta de un tejido social extraordinario, y poco tienen que aportar los artistas, o más bien los mediadores, a movimientos como la PAH. Porque los artistas sí: podrían aportar imágenes. La función de un arte de participación institucionalizado sería más bien, cuando la tensión por la crisis y los desahucios decaiga, disolver este tipo de plataformas en un suave caldo cultural, para que no llegue a convertirse en algo peligroso.

Este artículo no tiene una conclusión concreta. He querido plantear varios interrogantes, porque tras diez años de experimentación en estos ámbitos (participación, espacio público…) los mismos instrumentos tácticos y conceptuales que ha generado el Antimuseo necesitan una revisión profunda. En la realidad que vivimos, la aplicación del arte, o la cultura en términos generales, a cuestiones relacionadas con la inclusión social, la prevención del delito, el equilibrio territorial dentro de la ciudad, la igualdad, etc., tiene sin duda efectos que podemos considerar positivos. O debería tenerlos. Yo lo he defendido así en otros textos, y creo que en Madrid es necesario implementar políticas de este tipo, aunque dudo que haya nadie capaz de hacerlo con un mínimo de buen juicio. Es un tema complejo que no se ajusta a las necesidades de imagen de los políticos, ni soporta el buenismo de los mediadores. Como decía Claire Bishop en un artículo de Artforum (2006), Los criterios discursivos del arte socialmente comprometido, hoy por hoy, se derivan de una analogía tácita entre el anticapitalismo y el "buen alma" cristiana. Es lo que aquí llamamos buen rollito, y tiene la capacidad de disolver las neuronas más encallecidas. Internarse en espacios de conflicto conlleva muchos riesgos, y las instituciones prefieren siempre la seguridad de lo fácil y conocido.

Pontificar sobre lo que debe ser el arte, más allá de los términos de un debate consciente de su propia insuficiencia, no tiene mucho sentido. Todos los intentos de sujetar la creación a un programa o a las conclusiones de un cuerpo teórico han fracasado estrepitosamente, y todos los anuncios de la muerte del arte han acabado en el olvido. Tan rápido que cada pocos años se proclama el óbito de nuevo. Frente a las estrategias argumentales de los mediadores, que tienen como principal herramienta el discurso, los artistas disponen de una sola repuesta: la imagen. Usarla a discreción es la mejor manera de zanjar el asunto.

Lo cierto, por ofrecer una conclusión inconcluyente, es que en el mundo actual no hay prácticamente nada que podamos hacer fuera de los métodos y estructuras que regulan nuestras vidas, ni siquiera la política; pero arte, sólo se puede hacer en contra del poder.


[1] While the artists and organizers of alternative spaces always feared some sort of “institutionalization of dissent” through their liaisons with the NEA, the true nature of this governmentalist appropriation was quite different from what they suspected. It was not the case, for instance, that the state (through the NEA) dictated any particular type of art, in terms of style or content. Nor did the state directly proscribe the type or location of the new art institutions. Rather, through a series of regulatory guidelines, the agency established a new subject, the “professional artist”, and a new form of administration, the “artists-run organization.”

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